jueves, 3 de noviembre de 2011

(25) Llamada de larga distancia

Tres de la tarde. Plaza Dorrego. El calor era tan alto que hasta las palomas buscaban un refugio para huir de los rayos del Sol.
Bernardino, vestido con un imponente sobretodo marrón y su clásico sombrero, fumaba un habano en una de las esquinas de la plaza. Isabel, su joven amiga, se acercó rápidamente hasta él para saludarlo.
-¡Hola, Bernardino! ¿Qué calor, eh? ¿Cómo te sentís hoy? Veo que estás mucho mejor. Escuchame, antes de arrancar te quiero pedir que me expliques un poco más qué es lo que estás haciendo, sos muy raro, demasiado. Ayer me quedé bastante inquieta, y me parece lo mejor que me expliques algo, lo que sea. Listo, ya me descargué, ahora decime para dónde vamos –las palabras salieron atropelladamente de la boca de Isabel. La chica lucía un vestido verde y unas sandalias del mismo color.
Bernardino estaba en otro lado, pero a la vez se encontraba a sólo un paso de distancia de ella. De la boca medio abierta del viejo pendía un pequeñísimo hilo de baba que bañaba al habano. Ante los reiterados llamados de Isabel, el hombre del sombrero cobró la razón.
-Ah, eh, ¿cómo estás, niña? ¡Me alegro de verte! Sí, no te preocupes. Estoy bien y te prometo contarte todo. Escucho y no escucho, ¿me entiendes? –respondió Bernardino, mientras se calzaba mejor el sombrero y se sacaba el habano de la boca.
-Ah, sí, creo que sí, además ya me voy acostumbrando a tus locuras. Estoy muy bien, Bernardino, pero muerta de calor. Vamos, aprovechemos mi día de franco –contestó Isabel que empezó a abanicarse frenéticamente su cara.
La extraña pareja intercambió algunas palabras más y luego empezó a caminar por la plaza.

El día anterior, Bernardino había llegado a “La Pérgola de Buenos Aires” momentos antes que Isabel terminara su turno de trabajo.
Cuando la joven abrió la puerta del local para respirar el aire nocturno de la libertad, se encontró con un viejo ebrio y despeinado.
-¿Bernardino? ¿Sos vos? ¿Qué te pasó? ¿No me digas que te robaron? Pensé que nunca más te iba a ver –se apresuró a aclarar Isabel.
-Ehm, niña, niña, no es nada. ¿Isabel, no? Escúchame muy bien, mañana voy a volver. Espero que tengas el día libre, necesito que me acompañes a un lado para que seas mi compañera de aventura. ¿Puede ser? –Bernardino imploró. Su aspecto era deplorable pero el tono de voz era sumamente amable, el resultado era patético.
-Eh, sí, está bien, bueno, dale. Mañana tengo franco, ¿dónde nos encontraríamos? –respondió Isabel, tratando que su voz no suene demasiado nerviosa.
-Aquí mismo, en la plaza –contestó Bernardino mientras levantaba su brazo derecho para llamar a un taxi –toma, aquí hay plata para que pagues el viaje a tu casa, mañana nos vemos a la tarde, tres de la tarde –indicó Bernardino con voz grave.

De vuelta en Plaza Dorrego, en la misma tarde de calor en San Telmo. Bernardino levantó su brazo derecho, y señaló a los puestos de tarot y adivinaciones varias que poblaban descaradamente la plaza. Los improvisados negocios consistían en unas simples mesas con dos o tres sillas. La gente que acudía a los adivinos eran en su gran mayoría turistas deseosos de gastar dinero a toda costa, aunque algunos vecinos también se sentían tentados en conocer su destino.
-Lo que voy a hacer puede que te parezca extraño, pero te aseguro que hay una razón para que me comporte así. ¿Lo entiendes? –preguntó Bernardino mientras señalaba enfáticamente al puesto de tarot más cercano a ellos.
-Eh, no, la verdad que no te entiendo. Pero es mi día libre y quiero divertirme. ¿Vas a pagar a un adivino? ¡Jajaja, dale! –contestó una sonriente Isabel.
La fila de brujos no era muy extensa. Los ojos de los adivinos miraban para todos lados, buscando un nuevo cliente para mostrarle el futuro. Bernardino se dirigió rápidamente a la primera mesa, ocupada por una vieja tarotista de pelo rubio. El viejo le corrió la silla a Isabel, y luego desparramó su cuerpo en la silla contigua.
-Buenas tardes, quisiera averiguar información por medio de sus cartas y también… –Bernardino empezó a hablar, pero tuvo que parar ante el pedido de la bruja. Debido al imprevisto corte, aprovechó a dar una gran pitada a su habano.
-Un momentito, todo muy lindo pero paguen cincuenta pesos antes de pedir algo. Acá se abona por adelantado, no vaya a ser cosa que no le guste lo que digan las cartas y se quiera ir sin pagar –la bruja exclamó con aire desafiante. Tenía uñas postizas rojas y apretaba fuertemente una pila de viejas cartas.
-Me parece justo, aquí tiene su paga –el viejo rápidamente buscó en un bolsillo de su sobretodo y puso un papel de cincuenta pesos arriba de la mesa.
-Muy bien caballero, ¿qué quisiera consulta? Me especializo en el tarot egipcio -la bruja tenía otro tono de voz, mucho más amable pero también mucho más repugnante.
-Es un único pedido. Quisiera hablar con el espíritu de San Telmo –Bernardino abrió bien los ojos, como si fuera un niño que pide su golosina favorita.
-¿Cómo dice? ¿Con quién? –preguntó con un aire de desconcierto la bruja teñida.
-Como escuchó. Quiero contactar al espíritu de San Telmo. Quizás me entendió mal, San Telmo, San Elmo. Usted sabe, el santo –explicó Bernardino mientras se sacaba el habano de la boca.
La cara de Isabel se encendió con un rojo intenso. De improviso entendió que estaba con la compañía de un loco, y nada bueno podía salir de ahí. No tomó la decisión de levantarse por miedo a sufrir una vergüenza mayor.
-No, eso no es posible… Usted está enfermo, acá preguntan sobre amor, trabajo, familiares y amigos pero nunca sobre santos. ¿Me quiere hacer perder el tiempo? ¿Pero qué mierda la pasa? ¿Qué quiere probar con eso? ¡Por favor, retírese de mi mesa! –gritó la vieja bruja mientras con una mano agitaba el aire y con la otra agarraba el billete con la cara de Sarmiento y se lo guardaba en el bolsillo del pantalón.
-Ay, Bernadino, vamos, ya fue –suplicó Isabel con voz temblorosa.
-Bien, vamos –contestó Bernardino mientras se llevaba el habano a la boca.
-¡Está loco! ¡No lo atiendan que les hace perder el tiempo! ¡Viejo loco, miren lo que tiene puesto con el calor que hace! –vociferaba la bruja de pelo rubio. Muchos adivinos miraban a Bernardino con cara de pocos amigos, dejándole en claro que no estaban dispuestos a tratar con él. Isabel se proponía abandonar la plaza, y para lograr eso tiraba fuertemente del brazo de Bernardino. El viejo estaba inmóvil, como si estuviera congelado mirando la escena. Una mano apareció desde el fondo de la hilera de mesas, y con un simple ademán le dejó en claro que estaba disponible para atenderlo.
-Espera, vamos hasta esa mesa, luego nos vamos –afirmó Bernardino mientras pasaba de largo por la hilera de adivinos.
-Ah, Bernardino… -suspiró Isabel.
El último adivino de la mesa era un viejito negro, muy delgado y con una larga barba. Se presentó con el nombre de Gregorio y puso arriba de la mesa cartas de tarot que lucían bordes dorados.
Isabel decidió quedarse parada, para no presenciar de cerca si acontecía otra escena bochornosa. Para evitar cualquier proximidad con Bernardino, se puso a mirar el vuelo de las sedientas palomas.
-Te esperaba, pensé que no ibas a llegar más. Ni siquiera te reconocí esta vez, nos vamos volviendo viejos, jejeje –dijo Gregorio, mientras dejaba ver que le faltaban varios dientes en su boca.
-Umm, aquí estoy, al final. Ya ves, ni siquiera te reconozco al instante. Bueno, ¿podemos empezar? –preguntó Bernardino con voz molesta, no se sentía cómodo cuando le marcaban un error, en verdad prefería ser él quien mostraba sus defectos y de esta forma transformarlas en virtudes.
-Sí, cuando gustes. Cartas de tarot. Elije cuatro de esta mano. San Elmo no está hoy, mucho calor –indicó el viejo negro con un tono de voz demasiado agudo.
Bernardino seleccionó cuatro cartas y luego se llevó el habano a su boca. Su cigarro estaba a punto de terminar. “Maldita sea, justo ahora. El momento en que termina el habano es el instante más jodido del universo…” -pensaba el viejo de sobretodo mientras aspiraba profundamente evitando temblar en el proceso.
Las cuatro cartas elegidas fueron puestas arriba de la mesa, la primera y la tercera salieron invertidas.
La Torre
El Carro
El Juicio
EL Diablo
-Oh, dejame ver un poco más –pidió el viejo negro, que raspó las cartas con sus cortas uñas, luego siguió hablando –ya sabés lo que tenés que hacer, visitarás dos lugares más y luego tendrás una pequeña charla en tu hogar. Los tiempos se avecinan turbulentos y no es posible que siempre encuentres un momento de tranquilidad como el de ahora. El primer indicio, la torre, puede que se produzca antes de lo pensado, tenés que estar preparado para eso. La torre está invertida, se va a derrumbar o a incendiar en el plano físico, ¿quién sabe? El Carro es más de lo mismo, más anuncios, más problemas, más gente, más ideas y más luchas.
Más preocupante es El Juicio invertido, muchos morirán y no todos serán pecadores. El intento de lo que se viene no tiene sentido, nunca lo tuvo, pero aún así tenés que representar tu papel hasta el final. Es lo que se espera de vos, y también de mi, ¿o no? El final es el mismo de siempre, lucha del bien contra el mal, ¿quién gana? El Diablo estará presente, para emplear justicia contra todos. No, no te voy a quemar la historia, igual ya la sabes…-contestó Gregorio mientras suprimía una pequeña risita.
Bernardino tiró el habano al piso y lo pisoteó levemente –Dime una cosa, si nunca tuvo sentido, ¿para qué nos llaman? –increpó un Bernardino con el rostro más cansado que tuvo en su existencia.
-Ah, si el trabajador sabe que va a morir, ¿para qué come? Recuerda Tunguska, recuerda Vitim -contestó el viejo negro mientras se sonaba los dedos de la mano izquierda.
-Bien, adiós, tengo trabajo para hacer –respondió Bernardino mientras se levantaba de un tirón de su silla.
-Consejo, no te desvíes del hogar de San Elmo ni de hacer una visita en “Les carrières de San Telmo”. Y por sobre todo, no te encariñes, no le haces bien a nadie –dijo Gregorio con una voz parecida a un murmullo que se alejaba a mucha velocidad.
-Vamos, niña -dijo Bernardino y agarró fuertemente del brazo a Isabel.
-Bernardino, no paras de sorprenderme. No sabía que hablabas otro idioma, ¿qué era eso? ¿Árabe, algo africano? ¿Te dijo algo lindo? ¡No entendí nada! –se sinceró Isabel tratando de dejar en claro su curiosidad extrema.
-Cosas sin relevancia, en su mayoría. Pero sí me dijo algo que es importante, y es que debo comprarte un helado –explicó Bernardino mientras se acomodaba su sombrero y se preocupaba en mostrar con una amplia sonrisa sus dientes dorados.
Isabel rió y le señalo la ubicación de la heladería más próxima.

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