domingo, 8 de abril de 2012

(31) Túmulo de vida


Luego de un sueño que pareció durar meses, Alejo respiró profundamente. El aire era fresco, tan fresco que producía un hermoso cansancio saborearlo segundo a segundo. Una suave fragancia a lluvia llegó al olfato de Alejo. El viejo abrió los ojos y trató de retener ese olor, no quería dejarlo ir, necesitaba conservarlo como si su vida dependiera de eso. Pasado un instante se sintió con la fuerza suficiente como para abrir sus manos. Ya no le ardían, incluso las sentía más suaves que nunca y tan firmes como si tuviera veinte años.
De pronto el aroma de lluvia desapareció, y la nariz del viejo se impregnó con un fuerte olor a tierra y a rezos. Era como si paladas de arcilla y barro estuvieran encerrándolo, aprisionando su cuerpo hasta ahogarlo. Entrando en cada uno de sus poros, limpiando uno a unos sus cabellos y metiéndose incluso hasta debajo de sus uñas. No era una sensación grata, pero de alguna forma Alejo la estaba esperando desde hacía mucho tiempo.

“Siempre sentí que iba a pasar por algo así. Vida y muerte, mis dos partes se unen y me muestran el camino. Odio a mi pasado, pero no quiero mi futuro”. 


El viejo estaba inmerso en pensamientos infantiles, mientras surcaba la ciudad de Nuestra Señora del Buen Ayre desde los cielos. Ahora sus ojos estaban abiertos, tan abiertos que no alcanzaba a comprender todo lo que veía. La gente, de tamaño similar a las hormigas, se dedicaba a vagar por el puerto para realizar las tareas cotidianas de un día común.
Si dejó de volar fue debido a una suave voz que lo llamaba con insistencia.
-Es Bianca, y yo no quiero ir –pensó Alejo mientras se asombraba de no poder disfrutar más de los limpios aires. 
Bianca lo tironeó fuertemente del brazo para despertarlo, pero fue inútil porque el cuerpo de Alejo no respondía, era como si hubiera dejado de tener masa y sólo conservara la vieja cáscara de piel.
Alejo, el viejo que estaba naciendo, se despojó de todo para encontrarse por última vez en el mismo lugar del principio. El único lugar donde se sentía cómodo, rodeado de la misma tierra que le proporcionaba su ansiada eternidad. La tierra de su nacimiento, la misma tierra que le proporcionó una vida, pero no la única, ahora estaba indicándole el camino a seguir.
Sus manos ahora sí ardían como la sangre que brota por el fuego, y la tierra que inundaba su boca y dominaba su olfato se volvió más antigua que nunca.
Numerosos quejidos provenientes de los silenciosos y honorables vecinos que se encontraban ubicados a su alrededor, lo invitaron a dejar de moverse. 

Ya no estaba solo.