lunes, 7 de noviembre de 2011

(26) Religiosamente

Cuántas veces había pisado esa esquina. Almirante Brown y Olavarría. Una vez, del pedo que tenía había dejado la guitarra en el escalón de la puerta del Roma. Claro, eso lo supo después. El Tano del bar se la había guardado atrás del mostrador porque lo conocía, sino seguro se la tiraba “a la merda”. Esa noche trató de colarse en su casa sin hacer quilombo pero el viejo lo interceptó en la cocina donde le sirvió un soplamoco inolvidable. No era para menos, la viola era de Casa Nuñez y la habían pagado un dineral.
A pesar de haber tenido que abandonar el barrio, El Ricota se juntaba en el bar con los muchachos tres o cuatro veces por semana. Tipo ocho era el horario ideal y el día podía ser cualquiera, pero el sábado era fija. No era un capricho como decían sus mujeres, desde que tenían trece años que de alguna u otra manera se veían ahí ese día. Ahora, cruzando los 60 pirulos creían que era un símbolo de su amistad.
Arrancaban con un café y partido de truco. Tipo nueve miraban el partido y a las once empezaban a rajar. Los separados y viudos generalmente se quedaban a mirar alguna pelea preliminar o a charlar. Eleazar y Juancito eran los últimos en rajar.
Eleazar se había ganado el apodo de El Ricota porque según Juancito “lo hicieron por no tirar la leche”. Era malo el petiso, quién diría que ahora de vez en cuando moquéa cuando cuentan alguna anécdota. Eso sí, no le digan petiso porque se vuelve loco.
Hacía ocho años que Eleazar se quedaba hasta el final, desde que se había separado de Alicia. El todavía la amaba, pero entendía que no habían atravesado los 50 de la misma manera, además ella era siete años más joven y era una mina muy activa.
Cuando se hicieron las doce Elezar y Juancito se dieron un abrazo y enfilaron cada uno para su casa. De camino a la parada del bondi El Ricota aprovechaba para pensar qué iba a cocinar al otro día. Su hija Aimé, su nietita Lara y Mariano iban a almorzar cada domingo religiosamente.

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